Lo que se conocía por versiones o trascendidos, fue develado en 2012 cuando los siete pilotos protagonistas de la “Operación Aerolíneas”: Gezio Bresciani, Ramón Arce, Leopoldo Arias, Juan Carlos Ardalla, Jorge Prelooker, Mario Bernard y Luis Cuniberti, relataron las operaciones aéreas realizadas a Medio Oriente para regresar al País repletos de armas.
En total los Boeing 707 realizó 6 los vuelos; 2 a Israel y 4 a Libia. Todos ellos, en silencio de radio y con las luces reglamentarias apagadas. “El avión no podía ser una estela en el cielo, sino un fantasma”, escenificaron los protagonistas. Además, cuando era inevitable entrar en la frecuencia de los radares de control, mentían sobre sus posiciones. Los satélites de la OTAN y los aceitados servicios de inteligencia de casi todo Occidente barrían el Océano Atlántico y para los británicos todo el océano era zona de guerra. Esto quería decir que cualquier elemento sospechoso podía ser interceptado o derribado.
Luego del 2 de abril, desde los altos mandos del Edificio Cóndor bajó una orden para que los aviones comerciales –y sus pilotos– se pusieran al servicio del Comando en Jefe de las Fuerzas Armadas.
Los fueron llamando de a uno. Les dijeron que los necesitaban y ellos aceptaron aún sin saber a dónde tenían que ir y qué tenían que hacer. “Cuando alguien te dice que tu país está en guerra y que podés ayudar de alguna forma no te detenés a pensarlo demasiado. Eso sentimos nosotros: que teníamos que ayudar”, contaba Bresciani en 2012 a sus 71 años, al recordar, la serie de viajes hacia naciones remotas en busca de armas.
Fueron dos vuelos a Tel Aviv, cuatro a Trípoli y uno a Sudáfrica, este último debió ser abortado en pleno trayecto porque al parecer los militares argentinos no cerraron el negocio con el traficante de armas.
Los viajes se realizaron entre el 7 de abril y el 9 de junio de 1982. Todas las operaciones fueron hechas con aviones Boeing 707, tripulados por civiles y acondicionados para volver a tope: desmantelado de asientos, en cada partida, el fuselaje de la nave parecía la garganta seca de un robot.
Confidencial, esa era la palabra. Implicaba que ni esposas ni hijos ni amigos podían saber que se habían convertido en el núcleo de una misión secreta para armar a la Argentina en una guerra que se vislumbraba despareja. Los llamaban a sus casas, les ordenaban que estuvieran a tal hora en Ezeiza y sólo en los minutos previos a la partida comenzaban a soltarles la información con cuentagotas. A veces en el despacho de algún jefe militar. Otras directamente en el avión. En el tercer viaje, por ejemplo, al piloto Luis Cuniberti, lo hicieron despegar y una vez en el aire protagonizó el siguiente diálogo con el oficial de inteligencia que llevaba como enlace: –Bueno, dígame hacia dónde voy.
– A Trípoli
Las rutas eran Buenos Aires–Recife–Las Palmas (Islas Canarias)–Trípoli o Tel Aviv. Los aviones partían con número indicativo falso, como casi toda la documentación legal presentada. Antes de salir, los pilotos recibían un sobre con viáticos por 40 mil dólares para imprevistos y luego se enfrentaban a una situación inédita. Eran convocados a la oficina de Fuerza Aérea en Ezeiza, donde dos oficiales los esperaban para encomendarles una tarea extra.
Jorge Prelooker, comandante del segundo vuelo a Israel, lo contaba con cierta gracia, a los 75 años, sobre el vuelo nocturno del 10 de abril de 1982. Primero le comunicaron el destino, Tel Aviv, y luego ocurrió lo siguiente: “Entro, saludo, me presento y de inmediato uno de ellos, oficial de la Marina, me hace entrega de unos prismáticos enormes. Yo me quedo medio sorprendido, los agarro y pregunto para qué eran. Entonces me dice: ‘Mire, ustedes van a volar por el Océano Atlántico y queremos que se fijen en la medida de lo posible si ven algún tipo de barco de guerra’. Le pregunto cuáles, cómo, y acto seguido este hombre despliega una lámina con las siluetas de los tipos de buques dibujados como en la batalla naval. Nos pareció insólito porque es imposible que uno pueda reconocer el tipo de barco desde tan alto, pero durante la vuelta nos vimos obligados a volar más bajo y vimos buques dejando una estela inmensa en el mar, en rumbo Sur. Naturalmente, al llegar lo reportamos”.
En el aire era momento de callar. “Despegábamos, a los pocos minutos apagábamos todos los equipos y a volar en silencio. Éramos un misil atravesando la oscuridad de los cielos”, explicaba Mario Bernard, a los 82 años. “Quince minutos antes de aterrizar abríamos contacto con la terminal que nos tocara y pedíamos autorización”, explicaba. “En Brasil se volvía a cargar combustible y nos lanzábamos a cruzar el océano otra vez en silencio. Por supuesto íbamos escuchando las comunicaciones en inglés británico, que ocupaban casi todo el espacio radial en aquella época. El cruce del Atlántico implicaba que pasáramos cerca de la Isla Ascensión, desde donde se aprovisionaba la flota inglesa y desde donde despegaban los Vulcan que después bombardeaban Puerto Argentino”.
En Israel los esperaron con un banquete por tratarse de la primera vez que un avión de Aerolíneas llegaba a ese país; largas horas en palacios militares o en bases subterráneas en medio del desierto ; cenas de recepción con oficiales del régimen libio; hangares secretos colmados de aviones soviéticos; un teólogo tucumano, especialista en el Corán, que se presentaba como “El doctor Alberto” y era el hombre que gestionaba el armamento con los árabes por su conocimiento del idioma; sobresaltos en mitad de la noche; regalos enviados por Galtieri para Kadafi, que debían ser entregados en mano; y estadías que se prolongaban, mientras el Boeing iba siendo cargado con material de grueso calibre por oficiales del Ejército anfitrión.
“Al llegar a Libia nos daban unos libros de color verde. Después supe que era el libro verde de Kadafi. Estaba en árabe y en inglés. Y nosotros estábamos ahí, en unas habitaciones, mirando televisión y esperando novedades. De vez en cuando aparecía el doctor Alberto, un tipo lenguaraz, que nos decía que la cosa iba bien y se marchaba”, recuerda Leopoldo Arias.
Arce era el jefe del grupo. Estaba a cargo de toda la línea Boeing y, como tal, era quien debía convocar a los pilotos cada vez que surgía un vuelo especial. También organizaba los otros vuelos, no secretos, que consistieron en transportar tropas de conscriptos a Río Gallegos y a Comodoro Rivadavia durante todo el tiempo que duró el conflicto con los ingleses.
Pero Arce fue, sobre todo, quien condujo el primer vuelo de la serie. El 7 de abril de 1982 despegó a rumbo a Tel Aviv en un viaje que no implicó mayores problemas porque todavía, a pesar del vértigo diplomático que comenzaba a dispararse, no había comenzado la guerra directa. Cuando arribaron al aeropuerto internacional Ben Gurion, una comitiva mixta de argentinos e israelíes los recibió con honores. “Al fin llegan les dijo la representante de Aerolíneas en Israel, una rubia despampanante de Almagro que se hacía llamar Matsie–, los estábamos esperando”. Era la primera vez en la historia de Aerolíneas que un avión de su flota llegaba a Israel. Nadie supo jamás, hasta ahora, que ese avión regresó al país saturado de armas.
Según diferentes informes de la época, el 14 de mayo de 1982 la Junta militar resolvió aceptar la colaboración del régimen de Kadafi y envió una misión ultra secreta a Libia para cerrar el acuerdo. Diez días después, el presidente Galtieri y el brigadier Mustafá Muhammad Al Jarrubí, comandante de las Fuerzas Armadas libias, suscribían un acta que calificaba como “bárbara” la “odiosa agresión imperialista británica” y anunciaba el envío de las siguientes armas a Argentina:
15 misiles aire-aire 530 IR
5 misiles aire-aire 530 Radar
20 misiles aire-aire 550.
20 motores de misiles aire-aire 550.
20 misiles Istrella lanzador Kasef.
60 misiles Istrella proyectiles Maksuf 10 morteros de 60 milímetros con accesorios.
10 morteros de 81 milímetros con accesorios.
492 proyectiles de mortero de 60 milímetros.
498 proyectiles de 81 milímetros super explosivo.
198 proyectiles iluminantes de morteros de 81 milímetros.
1000 bombas iluminantes de 26,5 milímetros.
50 ametralladores calibre 50 milímetros.
49.500 proyectiles calibre 50 milímetros.
4000 minas antitanque.
5000 minas antipersonales.
Los aviones regresaban con 40 toneladas promedio de material encima, es decir, pasados de peso, obligados a volar más bajo y con riesgo serio de venirse a pique. Volar a menor altura, además, hacía que el consumo de combustible fuera mayor, razón por la cual tuvieron que realizar escalas excepcionales.